Recientemente, la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, compareció ante la Comisión de Igualdad del Congreso para exponer las líneas políticas generales de su departamento. En esa comparecencia propuso medidas concretas sobre violencia de género, empleo, corresponsabilidad y conciliación. Sin embargo, los medios eligieron hablar primero de un teléfono ‘para canalizar la agresividad de los maltratadores’ –palabras que aparecieron en diversos medios, pero que no fueron pronunciadas por la ministra de Igualdad- y después, sobre la pertinencia semántica del uso de la palabra miembras. Hay que subrayar que la elección de esta medida como titular de prensa, radio y televisión se realizó selectivamente frente a la batería de propuestas políticas concretas que aparecían explícitamente en la comparecencia. Sin embargo, lo relevante no es el titular casi unánime que los medios han elegido para resumir las medidas políticas del ministerio de Igualdad. Lo relevante es lo que se esconde tras esa sesgada elección de los titulares.
Lo voy a decir de otra forma: esta elección arbitraria, -que no inocente-, esconde un subtexto, que ha sido en buena medida intencionadamente ocultado por estas dos cuestiones secundarias. El subtexto oculto es la dificultad que tienen un sector de la sociedad y una buena parte de los medios de comunicación, para aceptar que esa estructura social que obstaculiza el acceso de las mujeres a los recursos y al poder ha comenzado a resquebrajarse. Lo que se ha cuestionado, en realidad, no ha sido esa medida política que propuso la ministra de Igualdad ni tampoco el uso del término miembras. Lo que se ha puesto encima de la mesa han sido las resistencias que suscita cualquier proyecto político que incorpora la igualdad de género como uno de los elementos centrales de la agenda política.
Sin embargo, la discriminación de las mujeres tiene indicadores y datos rotundos que no se pueden maquillar ni esconder. Y esos indicadores –y voy a citar sólo algunos- señalan que las posiciones jerárquicas superiores de los distintos medios de comunicación están ocupadas por varones, que la tasa de paro femenina casi duplica a la masculina, que los abandonos del mercado laboral por necesidades familiares son realizados abrumadoramente por mujeres (94%), que los varones apenas se responsabilizan de las tareas domésticas y de cuidados, que los colegios e institutos mayoritariamente están dirigidos por varones y sin embargo, la mayoría de su profesorado es femenino, que de cada diez personas que se encuentran en nuestro país por debajo del umbral de la pobreza algo más de siete son mujeres, que las condiciones de empleo de las mujeres son mucho más precarias que las de los varones… Estos datos nos muestran una realidad social que es necesario cambiar. Cualquier proyecto político que tenga la igualdad como seña de identidad no puede soslayar la desigualdad de género. Sin embargo, introducir la agenda política de las mujeres, pese a la contundencia de los datos de discriminación, no es fácil. La cuestión central, tal y como ya sostuvo el filósofo cartesiano François Poullain de la Barre a finales del siglo XVII, es que los varones son juez y parte. ¿Cómo asumir propuestas políticas de igualdad cuando eso implica debilitar una parte de los privilegios domésticos y políticos de los varones?
Las demandas políticas de las mujeres, representadas desde hace tres siglos por el feminismo, han sido sometidas por las élites políticas, mediáticas y culturales masculinas a los dos mecanismos más rotundos de control social: el silencio y el ridículo. Ambos han sido las primeras herramientas para desactivar las vindicaciones políticas de las mujeres. Ahora se han elegido las dos estrategias: la ridiculización de una medida política junto con una elección léxica más o menos correcta de un lado, y el silenciamiento de las otras medidas políticas, del otro. Tras esos inusuales debates mediáticos y el uso de esos mecanismos de sanción social se esconde el profundo temor que ciertos sectores sociales y medios de comunicación tienen a los cambios sociales. A lo largo de las últimas décadas se han producido transformaciones sociales de fondo tanto en las realidades sociales que regulan la vida de los individuos como en el imaginario colectivo. Estas transformaciones han modificado sustancialmente las formas de pensar y de vivir de muchas mujeres y la consecuencia de todo ello es que se resiente el entramado social y simbólico sobre el que reposan nuestras sociedades. Ante estos cambios, el pensamiento conservador se siente con legitimidad y con razones para reclamar la vigencia del viejo mundo. Pero lo cierto es que las mujeres no quieren vivir en la jaula patriarcal. Otro mundo es posible y las mujeres quieren vivirlo.
Rosa Cobo
Profesora titular de Sociología de la Universidad de A Coruña y directora del Máster sobre Género y Políticas de Igualdad de la misma universidad.
Fonte: Mujeres en red. El periódico feminista